Una pequeña, que se encontraba de vacaciones en un bello bosque de maple, se le escapó de vista a sus hermanos por querer atrapar a un conejito para adoptarlo y llevárselo a casa. Sus hermanos ya iban por la segunda botella de whisky y sus padres se encontraban en una velada romántica en la pequeña cabaña que habían rentado; nadie había notado la desaparición repentina de la niña.
Como era de esperarse, el pequeño mamífero llegó a su madriguera y se escondió del terrible monstruo que lo venía persiguiendo. La pequeña se rindió tras varios intentos de sacar al animalito de su madriguera, y optó por regresar por donde vino, o más bien por donde ella pensó que vino.
Sabía que había pasado un letrero de lámina, un pequeño lago y un camino de rosas rojas que la llevaron al pequeño lago. Pero las cosas no eran como ella recordaba.
Al seguir avanzando, la niña se percató de que no iba a llegar a ningún lado siguiendo ese camino, y decidió tomar un camino alterno.
Y tras varias horas de suspenso en el bosque, llegó a su cabaña. La reconoció porque todo estaba ahí, sus juguetes, la fogata y el auto rojo en el que llegaron.
Corrió rápidamente y, al entrar, notó que en ciertos lugares de la cabaña había retratos que nunca había visto. Retratos de lo que parecía ser gente mirándola fijamente. Pero esto no le importó, corrió y gritó por toda la cabaña buscando a sus padres, sin tener éxito. Pensó que tal vez su familia estaba afuera buscándola en el bosque y que por eso no había nadie.
Al volver a la sala de la cabaña, notó que todos los retratos habían cambiado de expresión. Intentó correr hacia su cuarto, pero al dirigirse a las escaleras, éstas habían desaparecido, y los retratos seguían cambiando.
Corrió y se encerró en la primera puerta que vio. Tomó sus piernas con ambos brazos y cayó en un profundo sueño.
Un hombre regresaba de un exitoso día de cacería. Le había reventado el cráneo a dos pequeños conejos que salían de su madriguera cerca de un camino de rosas rojas. Se disponía a llevar su preciado botín a la cabaña que había rentado, pero una torrencial lluvia lo desvió de su camino.
Corrió sin rumbo fijo por unos minutos y avistó una vieja cabaña a lo lejos. Se dirigió a ella lo más rápido posible, tocó y pidió refugio a la gente que vivía en ese lugar, pero nadie respondió.
Sin pensarlo dos veces, entró. Gritó por unos instantes que había entrado, que no era un ladrón y que sólo buscaba refugio de la lluvia. El sonido de las gotas chocando contra la madera fue la única respuesta que obtuvo.
Poco fue el tiempo que pasó hasta que se cansó de estar en la oscuridad. Tomó su linterna de bolsillo y, en su búsqueda, notó que las paredes estaban llenas de retratos de personas que lo miraban fijamente. A esto no le dio importancia; la decoración de aquella cabaña no era algo que le importara.
Buscó por todos lados un interruptor o la caja de fusibles, pero no encontró nada. Pasaron unas cuantas horas y la lluvia parecía no tener fin. Se encontraba ya exhausto, y decidió tomar una pequeña siesta en la única recámara que había encontrado.
Colocó una nota en el picaporte de la puerta principal, para que el dueño pudiera verla y leyera que él estaba adentro y que le pagaría por su hospitalidad. Esto, claro, en caso de que el dueño llegara.
Tomó todas sus pertenencias y las puso a un lado de la cama, pero en toda la noche le fue imposible conciliar el sueño. Truenos y relámpagos lo perturbaban inquietantemente del mar de sueños en el que se encontraba; y había notado que cada vez que despertaba, el retrato que estaba en la recámara cambiaba constantemente de expresión.
Tomó con ambas mano su escopeta y se dispuso a mandar al infierno aquel retrato si éste volvía a cambiar, sólo que esta vez no necesitó de un trueno para despertar.
La madera rechinante de la cabaña comenzó a sonar al compás de unas pisadas. Pisadas que se iban acercando a la recámara. El hombre apretó con fuerza ambos ojos, con la esperanza de acallar las pisadas, pero éstas no cesaban. Sabía que no estaba solo, y que aquello, fuera lo que fuese, estaba parado a un lado de él, y lo estaba observando fijamente.
Y sin previo aviso la cabaña comenzó a estremecerse. Se levantó sorprendido de la cama y con el rabillo del ojo notó una silueta pequeña parada junto a él. Volteó lentamente la cabeza y vio una pequeña niña.
El hombre entró en shock. Se miraron fijamente uno al otro, y fue la tierna voz de la pequeña al decirle «Hola» lo que lo sacó del trance. Giró velozmente su escopeta y le voló la tapa de los sesos a la niña.
Pegó un grito y salió corriendo de aquel lugar. Al poco tiempo llegó a una carretera en donde fue auxiliado por la policía local. Les contó lo que había sucedido, y lo detuvieron por precaución hasta que aclararan los hechos.
La niña a la que le había volado la tapa de los sesos resultó ser la hija y hermana de una familia que la había reportado como desaparecida hace algunas horas. El hombre no podía creer tal historia, y afirmó que lo que hizo, lo hizo en defensa propia, porque los retratos querían hacerle daño.
La policía no tuvo más opción que llevarlo a la cabaña para que contara ahí su versión de los hechos. Pero al poco tiempo de entrar a la cabaña, se percató de que no había retratos. Sólo había ventanas.
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