domingo, 3 de marzo de 2013

Mi cielo


<<..Viga>> Acababa de salir de mi casa en un nublado día de otoño, buscando el almacén al que tantas veces anteriores había asistido por los víveres. Caminaba por inercia, inmerso en mis pensamientos, planeando lo que será de los empleados para la próxima semana, lo que haré en la noche, qué haré de cenar.
<<..Levanta la vista>> Aburrido, cuento mis pasos. Uno. Dos. Tres. Cuatro…
<<..La viga>> Setenta y ocho pasos, y aún no llego al almacén. ¿O eran setenta y siete?
<<..¡Apresúrate! ¡Levanta la vista!>> De pronto, vuelvo a la realidad. ¿Ese edificio en construcción no estaba ahí la semana pasada verdad?
<<..¡La viga, la viga!>> Me siento incómodo, como si algo en mi interior tratara con todas sus fuerzas de salir y obligarme a escucharlo. Como un presentimiento. Como una advertencia. Iba a escucharlo, cuando mi visión se nubló y lo que quedaba de mi cuerpo cayó al piso. Esa viga pesaba 24 kilos y se soltó desde 20 metros. Debí escucharlo antes… Resultó que me había equivocado de camino. ¡Maldita inercia!

Tan pronto como perdí la conciencia, desperté en una habitación pequeña y desgastada por la acción del tiempo y la falta de cuidados. Un cuarto sin ventanas, techo de piedra agrietada, piso de madera flotante podrida y paredes arañadas y pálidamente amarillentas, en cuyo interior no había más que una silla vieja, un anciano sentada en ella y una mesita al frente, igual de arruinada que la silla, que sostenía en su superficie la vela responsable de la pobre iluminación del cuarto y dos manzanas: una roja y otra negra. En un principio me sentí perdido, y un terror claustrofóbico sacudió mi médula, subiendo lentamente por la columna desde la cadera hasta la cabeza, donde sentí una jaqueca de sensación indescriptible. Fue en ese momento cuando mi conciencia y mi cordura regresaron, y me hicieron darme cuenta de que estaba en posición fetal, sentado en el techo, boca abajo. Me “levanté” y me dirigí al anciano con la pregunta más coherente que se me pudo ocurrir: ¿en dónde estoy? Éste, al escucharme, levantó un tablón flojo del piso y sacó una enorme guadaña. Se acercó a mí y, con una agilidad y firmeza imposible para alguien de su edad, me cortó los pies con un solo movimiento. Caí al piso estruendosamente mientras veía como mis pies permanecían adheridos al techo, chorreando un hilillo de sangre que caía en las tablas acelerando su proceso de putrefacción. Miré con horror al viejo hombre, el cual, con la mirada perdida, me habló, en un tono que demostraba infinita serenidad: “Quítate las sandalias, porque el suelo en el que estás es sagrado”. Luego sujetó firmemente su guadaña, la regresó al lugar de donde la sacó y volvió a sentarse. En el suelo, arrastrándome, furioso por el sarcasmo del aparentemente octogenario e impotente con los tobillos sangrantes, me encontraba yo, en un patético intento por alcanzar la guadaña del vetusto hombre y vengar aquella osada y violenta amputación. Estaba cerca de alcanzar el tablón flojo ubicado justo debajo de la silla cuando vi que el anciano levantaba con pereza y dificultad, lentamente, su delgado brazo hasta indicar con una perturbante y huesuda mano las dos manzanas. Desistí de mis intenciones y concentré toda la fuerza que me quedaba en alcanzar la manzana más bonita, la roja. De reojo miré la manzana negra y, sin pensarlo más, mordí la bella fruta que tenía en mis manos. Un exquisito dulzor recorrió primero toda mi boca y luego todo mi cuerpo, hasta alcanzar el éxtasis. Tan placentera era aquella sensación, que de pronto olvidé toda mi vida, mi identidad, mis metas y mi origen, mis logros y mis fracasos, absolutamente todo, incluso el por qué desistí tan repentinamente de mis oscuras intenciones hacia el vejestorio aquel. Era todo mi conocimiento a cambio de saborear aquel fruto, y he de admitirlo, si hubiera debido dar más lo habría hecho sin dudarlo, sólo para disfrutar de aquel dichoso y eterno momento. Eterno. Esa palabra explica a la perfección el cómo me sentí. Sentí que era uno con todo y con todos, como si mi existencia fuera despedazada lenta y minuciosamente por la dicha sin fin, dejando un trozo de mí en cada rincón posible de aquella realidad en la que solía vivir. Fue así como mi conciencia me abandonó nuevamente, sólo para regresar muchísimo tiempo después (o por lo menos así lo sentí yo). Conforme recobraba el dominio de mis sentidos el placer se iba yendo, pero siempre dejando una estela, un vestigio de su estadía en mi memoria. Una vez me sentí dueño de mi esencia, me di cuenta de que estaba en un gran terreno tapizado de nubes. No había ningún obstáculo, era una gran llanura blanca y esponjosa hasta donde alcanzaba la vista. Traté de levantarme pero la torpeza de mis deformidades me lo impedía: seguía con los pies amputados. Me arrastré por unos minutos que parecieron años, sin rumbo, sin destino y sin saber que más hacer, cuando saliendo de mi taciturnidad presté más atención a mi alrededor y vi a otros como yo, arrastrándose y con los pies cortados, miles de ellos avanzando hacia distintas direcciones… ¿cómo no me fijé antes? Me acerqué al que se encontraba más cerca, a sólo unos pasos de distancia (es increíble lo burlesco que me parece esa forma de medir en estos momentos), y le pregunté qué era este lugar.

-Estás en el cielo mi hermano.
-¿En el cielo? Hubiera jurado que el cielo es un lugar más… feliz.
-¿Tienes algún problema con esto? Quéjate con Dios, él nos condenó a este destino.
-¿Y cómo me quejo con él?
-Quejarse no es el problema, todos aquí lo hacen (y me incluyo). El problema es que él te escuche.
-… ¿No decían acaso que él siempre escucha?
-Sólo peticiones y agradecimientos de vivos, más lo segundo que lo primero. En cuanto a las quejas, ¿has escuchado la frase “quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra”?
-Sí.
-Bueno, lo mismo se aplica aquí. Dios es sabio y hace las cosas por una razón, por lo que es irreprochable. Si estás libre de pecado, él escuchara tus quejas.
Enseguida entendí lo que quiso decir: Dios no me iba a escuchar aunque se lo rogara.

Pasó el tiempo, no sé si fueron siglos, u horas, pero cada vez aprendía más y más sobre este lugar y sobre mi situación. Aprendí que esto era una especie de cosecha de almas, donde ponían a prueba tu paciencia, tu mansedumbre y tu resistencia. Los más “afortunados” no lograban soportar esta eterna espera y se volvían locos, y cuando esto pasaba podía ver como un ser alado bajaba y se lo llevaba. Ahora que lo pienso, bajan muy a menudo, y todos son diferentes, como si hubiera uno para cada pobre alma de este lugar. Nadie sabe de dónde vienen o a dónde van, y menos a dónde se llevan a los poco resistentes. Es una verdadera tortura y quiero salir de aquí lo más pronto posible, pero para eso debo esperar… ¿o no? La misma voz que trató de advertirme antes de morir me susurra al oído en este momento. Habla en muchos tonos a la vez, lo que me hace difícil entenderle, pero esta vez no fallaré.
<<..Levanta la vista>> Es como si un eco retumbara en el vacío de mi alma. Estoy vacío, carente de toda esperanza y aguante. ¡Quiero salir de este infierno!
<<..Levanta la vista>> Creo que empiezo a entenderlo. Me han dicho que esto es el cielo, pero no veo a nadie feliz. Me han dicho que Dios siempre escucha, pero no escucha a los habitantes de este lugar. Me han dicho que resista para que no me secuestren los ángeles, pero ahora los veo más como salvadores que captores.
<<..Levanta la vista>> Lo siento en lo más profundo de mi ser: el hombre no puede vivir si no acepta en su corazón que depende tanto del mal como del bien, que está hecho tanto de sus logros como de sus fracasos, que es capaz de pecar y perdonar. Sin Dios, no hay Demonio. Sin cielo, no hay infierno. El ying y el yang no existen por separado, sino que son uno solo.
<<..Por fin me escuchaste>> Ahora lo comprendo. No puedes gozar de la belleza del arcoíris si no experimentas primero la tenebrosa tormenta. No esperaré más, no perderé más tiempo, mi cielo me espera. Ese lugar paradisíaco donde siempre había querido estar, solo se encontraba en mis recuerdos. Abrazaré ese brillo dentro de mí con toda la fuerza que me queda, ¡no hay lugar más placentero que el que tú mismo te fabricas, a tu gusto y a tu medida! Ese lugar tan apetecido, no es el cielo, es MI CIELO.

Dicho esto, Ignacio Salazar se ensimismó en sus pensamientos y se dejó caer boca arriba, contemplando cómo el ángel que desde siempre había estado destinado para él bajaba para llevárselo.

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