La casa de Don Diego de Gallinar, alzaba orgullosa sus tres pisos, junto a las humildes casitas de uno solo, que empezaban a formar la calle que prolongaba la de San Francisco y la cual desembocaba en la plaza principal. Don Diego era tío y tutor de la bellísima Beatriz Moncada, quien acababa de salir del colegio donde se educaba y tenía que vivir bajo la severa custodia de su tío. Se rumoraba que el señor de Gallinar tenía planeado casar a su sobrina con Don Antonio, su único hijo, que por esas fechas andaba en servicio con el señor Márquez de la Laguna, combatiendo a los piratas, que rondaban y acechaban el puerto de Veracruz y que era un joven calavera que derrochaba el dinero a manos llenas, se decía que una de las razones para llevar a cabo ese enlace era que una vez casada Beatriz con el señor Antonio, el señor Gallinar no tendría que dar cuenta a nadie del patrimonio de la rica heredera, a quien tenía más como presa en su lujosa casona.
Desde hacía algunas noches, que al dar las doce campanadas, se es cuchaban las notas dulces de un violín tocado por un joven desconocido, que apoyado en el poste de un farol que alumbraba débilmente la desierta calle, arrancaba a su instrumento melodiosos himnos de amor. El músico era un joven indígena, recogido y educado por los religiosos del convento de San Agustín, que le habían enseñado las artes y ciencias que ellos sabían.
Su nombre era Gabriel García, y Beatriz lo conoció en un concierto de la casa del Conde de San Mateo; pues debido a las buenas referencias que le daban los religiosos a Gabriel, era éste admitido en todas las reuniones de la aristocracia de aquel entonces. Beatriz lo oyó tocar y su alma vibró el compás de la maravillosa música del artista, y una elocuente mirada sirvió para le entregara el corazón. El músico que estaba subyugado, por la hermosura peregrina de aquella niña rubia, comprendió el mudo lenguaje de sus miradas y la adoró con todas las fuerzas de su alma india; aunque sabía que era un amor sin esperanza.
Desde entonces, todas las noches al filo de la media noche, iba Gabriel frente a la casa de su adorada a desahogar su corazón por medio de su música dulcísima. Beatriz burlando la vigilancia de su dueño subía al mirador encristalado para escuchar a su amado. Mas una noche, la fatalidad del destino tendió sus redes; Don Diego se retiraba más tarde que de costumbre, y se encontró con el concierto frente a su casa; a la luz del farol reconoció inequívocamente a Gabriel.
Ciego de ira, le ordeno que se retirase antes de que lo apalearan sus sirvientes; Gabriel contestó que se retiraba porque tenía que hacerlo, y no por miedo a los palos, pues no era ningún perro y sabía defenderse con la espada en la mano como un caballero; pero viendo el ademán de sacar la espada de Don Diego, le dijo que con él no se batiría porque lo respetaba demasiado. El señor de Gallinar, loco de rabia, le lanzo los peores insultos llamándolo indio mal nacido, aventurero y cobarde seguidos de una bofetada. Gabriel no aguantó más y arrojando su violín en medio de la calle desenvainó su espada y se puso en guardia con el propósito de defenderse sin agredir a su agresor.
La lucha fue reñida por parte de Don Diego que quería toda costa acabar con su adversario, ya que Gabriel solo se limitaba a parar los golpes, cosa que irritaba más y más al viejo. Viendo que la lucha se prolongaba sin conseguir su propósito, el señor de Gallinar, quiso dar la estocada final y se tiró a fondo, clavándose en la espada de Gabriel que solo guisó desviar la mortal estocada, Don Diego se desplomo lanzando una horrible blasfemia; y dejando ver así que se le escapaba la vida.
Gabriel horrorizado se arrodillo a socorrer al moribundo; cuando se abrió el portón de la casona y salió un criado del señor de Gallinar que había presenciado la lucha, al ver a su señor herido de muerte y a su agresor inclinado ante él, sacando un puñal del cinto se lo clavó a Gabriel en la espalda y corrió a esconderse dentro de la casa.
Entonces se oyó un alarido de agonía, seguido del estrépito de cristales rotos: Era que Beatriz, mudo testigo de estas horribles estas escenas, se había desmayado y su cuerpo, falto de apoyo, rompía los cristales del mirador, para caer y estrellarse en las piedras de la calle, junto con el violín del amado.
Cuando la ronda llegó al lugar de la tragedia, encontró a la débil luz del farol a los tres cadáveres, una mano piadosa, marcó con tres cruces de cal los lugares donde fueron encontrados los tres cuerpos.
Desde esa fecha 2 de Noviembre de 1763 se llamó: LA CALLE DE TRES CRUCES La cual actualmente se localiza exactamente en donde termina la avenida Hidalgo y comienza la calle Juan de Tolosa, un poco más allá del palacio de gobierno del estado y con dirección a las lomas de Bracho.
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