domingo, 27 de enero de 2013

Algunos usos de la proyección astral


Se asomó por encima del oscuro barranco ¿Y qué fue lo que vio? Para empezar, una densa columna de humo negro que ascendía violentamente desde el fondo rocoso, sobre el que habían, dispersos sobre una considerable extensión de terreno, trozos retorcidos de hierro y acero, que despedían fulgurantes destellos carmesí en medio de la noche. El automóvil estaba en vuelto en llamas. Se podía escuchar el crepitar de las llamas al someter el metal y un olor a carne quemada impregnaba el aire de cuando en cuando. Carne humana. Él, ansioso por contemplar su obra, descendió con cautela por el empinado borde del abismo, siguiendo la trilla que la máquina había abierto al despeñarse. Árboles y rocas fueron apartados mientras la carne y los huesos de los ocupantes se rompían ante cada impacto. Finalmente, y no sin muchos esfuerzos, El Autor de aquella carnicería se encontró muy cerca de su obra contemplándola con enajenación, el corazón latiéndole fuerte dentro del pecho, por la emoción. Se acercó lo más que pudo: Tan cerca que podía sentir el calor del fuego, oler el tufo de la gasolina, ver un rastrojo de sangre y oír un quejido.
¿Un quejido? La idea lo sobresaltó. Las crepitantes llamas proyectaban sombras intermitentes sobre el lugar y El Autor tuvo dificultades para ubicar el origen del sonido. Excepto por la hoguera, los grillos y un ave nocturna ocasional, el lugar se hallaba en un completo silencio. Otra vez el quejido. Se hallaba a pocos metros de dónde Él se encontraba parado. Se desplazó hacia ese punto y pudo ver el cuerpo deformado de una persona. El cuerpo de su enemigo. La ropa estaba hecha girones, bañada en sangre y algunas extremidades estaban dispuestas en posiciones anti naturales. ¿Cómo había sobrevivido? El Autor se aproximó  lo que parecía ser el rostro (hinchado, lastimado, irreconocible) y tras comprobar de quien se trataba no pudo contener su sonrisa.
-       Te dije que me las pagarías. Me ha tomado tiempo, pero al fin hallé la forma de destruirte sin exponerme al castigo. – dijo el criminal. Por respuesta, el cuerpo gimió más, lo que provocó que un borbotón de sangre le saliera por la boca. – Nada te va a salvar del Infierno ahora. Espérame allí. Aunque puede que me tarde en llegar.
Durante años había planeado ese momento, y todo resultó mejor de lo esperado. Sólo tuvo que descubrir su itinerario. Saldrían de la universidad a las cinco de la tarde, entre oscuro y claro. El automóvil llevaba cuatro ocupantes. Una familia. Inocentes que habrían de pagar junto con los culpables, el pecio de su maldad. Se sabía que Ella manejaba rápido, así que el calculó que más o menos para las seis, pasarían por ese punto de la serranía: una curva pronunciada, con carriles estrechos delimitados a la izquierda por una pared rocosa y la derecha por un barranco que se perdía de la vista. Él tuvo que esperar en una zona arbolada, en lo alto del muro, protegido por las sombras de las selvas y de la noche. Y no lo decepcionaron. A las seis menos cuatro, las luces altas de neón que Él conocía tan bien aparecieron por entre los árboles y cuando estuvieron a menos de diez metros el puso en marcha la parte central de su plan: cerró los ojos fuertemente  y se abstrajo de cada uno de los sentidos, concentrando su mente en el punto en que la carretera parecía inclinarse hacia el voladero, el punto donde el automóvil no tardaría en pasar. En ese momento su cuerpo dio un tirón hacia atrás y Él abandonó su sitio en la cumbre para encontrarse a mitad del camino, iluminado por las luces de neón. Se escuchó un chirrido. El automóvil, imposibilitado para frenar pasó dentro de él, sí, dentro de él y pudo observar el rostro aterrorizado de los ocupantes. La conductora, la principal instigadora, volanteó hacia la derecha para tratar de esquivar el inesperado obstáculo de la carretera, lo cual provocó que se estamparan estruendosamente contra la roca con tal fuerza que rebotaron bruscamente para precipitarse hacia al abismo.
El resto lo dejó a su imaginación. Al rodar por la cuesta, los cráneos chocaron contra el techo, partiéndose. Los frágiles cuellos tal vez se fracturaron por los vigorosos movimientos de la caída. Las vísceras estallaron en el interior a la par que los cristales que a lo mejor se incrustaron en ojos, labios y otras partes blandas del cuerpo. Y como había descubierto, alguno se hubo salido del carro. Justo en el momento en que el estruendo del accidente cesó, el despertó entre la arboleda, aturdido y a la vez emocionado. Un poco tardó en descender hasta la carretera y luego se asomó por encima del oscuro barranco.
Por encima de su cabeza, unos murmullos apagados se fueron haciendo cada vez más fuertes, señal inequívoca de que los curiosos se acercaban. Para no fallarle al plan, y quizá en un último dejo de piedad y remordimiento, tomó una afilada piedra del barranco y con certeza (y fuerza) la dejó caer sobre la cabeza de su enemigo, que se partió con un crujido, salpicándole de sangre y sesos los pantalones negros y los zapatos lustrados.
-       Consumado es – recitó como un gesto teatral y luego desapareció entre las sombras de la noche.

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