lunes, 28 de enero de 2013

Propuesta


-Leí demasiado, y vi muchas películas como para confiar en usted- Dijo Joaquín Guillermo Molina a su huésped. – A mí nunca se me termina de conocer- Respondió el ser que se hacía llamar Luciano Fernández, prendiendo un pucho y guiñando un ojo- No soy tan garca como dicen, ni estoy tan en contra de la humanidad. Solo quiero liberarlos, nene. Cumplir sus sueños, que sean verdaderamente felices, sin tener que privarse absolutamente de nada… – Soy católico –Repuso Molina tímidamente. – Nadie es más creyente que yo, créeme.- Dijo Fernández, después de una bocanada de humo. Miró su reloj y prosiguió:- El tiempo es tirano, tenés que tomar una decisión. ¿Sí, o no? Tu futuro depende de vos, y de nadie más. -Me vas a terminar cagando. -El único que te puede llegar a cagar, sos vos. Esperáme mañana a las 12 en punto. Si para ese entonces no te decidiste, te lo perdés, pichón.- Sin esperar respuesta, Luciano Fernández se retiró. Molina digirió las palabras de su invitado. Todo había pasado tan rápido y era tan irreal… Desde el diagnostico las cosas pasaban, y el solamente era un espectador, ajeno a su propia vida. Era todo tan jodido… desde que se enteró que le quedaban 6 meses de vida, no podía pensar con claridad. Entre los trámites sucesorios y quimioterapias, el tiempo se le iba. Le quedaba la mitad del tiempo estimado, y todavía no lograba resignarse. El consuelo de la vida eterna no lo convencía, y el concepto ateo de simplemente dejar de existir le aterrorizaba aún más. Definitivamente, quería vivir. Fue así, que cierto día fue convocado por el dueño de su empresa a su oficina. Obviamente, lo de su enfermedad había trascendido y llegado a los oídos de los jefes, y era política de la empresa despedirse de los futuros fiambres con una palmadita en la espalda. Pero las cosas en la titánica oficina del jefe no fueron como Joaquín Molina imaginaba. El hombre, que vestía un traje que costaba lo que Molina ganaba en un año, le habló francamente de su situación de “casi muerto” (cosa inaudita, si de recursos humanos se trata), y, para asombro de Joaquín, le tendió una tarjeta de presentación negra. En letras grandes y blancas se leía “Luciano Fernández” y por debajo se veía un celular, y nada más. Molina lo miró extrañado, sin entender, y el jefe le explicó: -Este tipo, este tipo hace milagros… literalmente. Yo, antes de verlo, limpiaba pisos en un bar, y ahora soy dueño de esta y dos empresas más. Llamalo, haceme caso.- y dicho esto, se puso a teclear en su notebook, como si Molina nunca hubiese estado ahí. Y así, al quinto mes desde el diagnóstico, y sintiendo la guadaña acariciarle el cuello, llamó al número impreso en la tarjeta. Lo atendió la grabación de una voz gutural “por favor, deje su dirección y por quien le fue recomendado este servicio después de la señal” -Luro 3176, Mauricio Epstein. Exactamente 5 minutos más tarde, Luciano Fernández tocó el timbre de su casa.
El trato era simplísimo, y la fórmula, repetidísima y más que trillada: un alma, un deseo. En este caso, fuera tumores, y llegado el momento, tendría un lugar reservado en el hotel pandemónium. Fernández le había explicado que el trato era altamente beneficioso para Molina, porque, aunque no aceptase cerrar el trato, se iba a ir al infierno igual. Sí, la memoria de Fernández se remontaba a mucho tiempo atrás, y nunca le fallaba. Le recordó un par de malas acciones a Molina, y con eso lo convenció de que su destino era inexorable. Sí, definitivamente, el más beneficiado con el intercambio era Joaquín, que obtendría unos años más de vida… prácticamente gratis. Pero a Molina no le cerraba, y le preguntó por qué, sí no sacaba nada, le ofrecía el trato. Luciano Fernández lo miró de soslayo, y solamente le dijo que “a veces es mejor estar seguro”. Fernández también le explico que, una vez hecho, el trato era irrevocable: lo que se da no se quita.
La noche siguiente, siendo casi las doce, Molina ya había tomado la decisión: quería vivir, sea como sea. Luciano Fernández tocó el timbre al igual que la noche anterior, y Molina lo hizo pasar. -¿Y? ¿Qué decidiste? –preguntó Fernández restregándose las manos con impaciencia -Sí- Respondió Joaquín, arrepintiéndose de antemano- quiero no tener cáncer. -¡excelente!- Repuso el otro, levantando teatralmente las manos- para que quede claro: vos me entregas tu alma, y yo te saco el tumor. -Exacto. -¡Concedido! Solamente dame la mano, y el trato se cierra. Nada de pactos de sangre, obviamente, muy antihigiénico- dijo Luciano Fernández con expresión remilgada. Molina le tendió la mano tímidamente, y Fernández se la apretó firmemente. Molina sintió de repente un cansancio infinito, y cayó casi inconsciente en un sillón. Fernández lo observó con una sonrisita ladeada, y le habló condescendientemente: -Bueno, ya hice mi trabajo, y tenés el cuerpo sano de todo cáncer. Aunque tendrían que haberte aconsejado de joven que cojas con forro… según mis cálculos, hace 5 años que tenés hepatitis B, pichón. Esa Rocío Juárez estaba más apestada que Europa en el siglo XV- Molina sintió la verdad en la voz de Luciano Fernández, y se hundió en el sillón, preso de una negra desesperación. Fernández se prendió un pucho, y, con una desagradable sonrisa ladeada, le dijo finalmente – ¿no tenés otra alma para ofrecerme, no? Dio una pitada, le guiñó el ojo y se fue.

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