El Castillo de San Servando en Toledo, ha tenido variados habitantes desde su remota construcción, allá en época árabe. Cuando estuvo bajo el cobijo de los Caballeros Templarios se originó la leyenda que se relata a continuación.
En una noche fría de noviembre con fuertes vientos que alborotaban la lluvia, los vigías y Don Nuño Alvear hacían la guardia mientras los demás descansaban plácidamente. El centinela vigilaba desde una pequeña habitación y casi caía dormido al no tener más entretenimiento que observar la danza del fuego en su pequeña chimenea, pero junto a los silbidos del viento creyó escuchar una tenebrosa y estremecedora voz.
Momentos más tarde alguien llamó a la puerta. Tal vez era algún necesitado, pero no había que confiar en los que andaban errantes a tan altas horas. El recién llegado dialogaba con los soldados de la entrada suplicando albergue, mientras Don Nuño, intranquilo, escuchaba tras la puerta. Su voz tenía un acento. Minutos más tarde se presentó en la cámara del Templario un viejo canoso de larga y blanca barba. Sus manos huesudas sostenían a duras penas el báculo de peregrino, y sus pies descalzos se arrastraban penosamente por las losas del pavimento. Don Nuño, estremecido, se puso de pie dirigiendo su temerosa mirada al anciano, que le dijo: -Por fin me presento ante vos-,-¿De dónde venís y a dónde os dirigís?- preguntó el guardián con voz temblorosa,-De dónde vengo es un enigma, pero allí he de regresar de nuevo- contestó el viejecillo.
Don Nuño no pudo comprender las palabras del visitante, estaba demasiado asustado para pensar, se frotaba los ojos para comprobar que no fuese un sueño y al saber que no, preguntó de nuevo al anciano: -Decidme, ¿quién sois y a qué habéis venido?-,-A por vos. O mejor aún, a por vuestra alma, que escapa de vuestro pecho como el humo escapa de la llama. Ahora estáis en mis manos. ¡Soy vuestra muerte!- respondió tranquilamente el anciano mientras el cuerpo del Templario era invadido por un escalofrió que le obligaba a gritar por ayuda -Es inútil, en vuestro pecho no queda fuerza para el más leve soplo. Debéis afrontar vuestro destino- exclamaba pacíficamente el señor de barbas blancas -¡Os lo ruego, -dejadme! – suplicaba Don Nuño, -De nada sirven vuestros ruegos ante los testimonios de los que os acusan ante Dios. ¡Mirad, mirad!-.
Entonces, entre las llamas de la chimenea, se reflejaron dolientes rostros. Don Nuño los reconoció a todos, cada uno de ellos había sufrido a manos del cruel Templario. Había musulmanes a quien crucificó, doncellas que arrojó por un precipicio al negarse a satisfacer sus sucios deseos, los pacíficos peregrinos que huían humeando en carne viva al serle derramado aceite hirviendo desde lo alto de las torres del castillo. Todas las escenas fueron revividas por don Nuño, que cayó al suelo echándose las manos a los ojos sintiendo que le ardían las entrañas, se le nubló la vista, el corazón comenzó a agitársele bruscamente y un zumbido retumbó en su cerebro.
Al despuntar el alba uno de los soldados se dirigió a la cámara de don Nuño, comprobando con espanto que éste se hallaba muerto en el suelo, con el pelo más blanco, y con abundante sangre manando de su nariz, boca y ojos. Del misterioso peregrino no supieron nada.
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