I
El sombrío señor Azurri golpeó la puerta de madera con los nudillos, dos cortos y uno largo. En el frío silencio de la medianoche el ruido de puño contra puerta resonó ásperamente por toda la calle: la soledad reinaba, aplastante, en el lujoso barrio residencial.
El visitante se restregó las manos y exhaló sobre ellas para calentarlas; trabajar en invierno era horrible, sobre todo si el cliente te citaba a horas tan inusuales. Se frotó los brazos y dio pequeños saltitos para generar calor: el frío ya se estaba poniendo insoportable. Estaba insultando al morador de la vivienda cuando la puerta se entornó apenas. Desde adentro se asomaba una cara juvenil, veinteañera. ¿Se habría equivocado de casa?
— ¿Es usted el señor Azurri? —preguntó el habitante de la casa.
— Así es. ¿Usted es Vladimir?
— El mismo. Pase, por favor.
Azurri entró a la magnificente vivienda, mientras pensaba –como siempre –en su contratador. Tenía un ligero, ligerísimo acento ruso que contrastaba con la decoración de su casa. Un cambalache de objetos, pinturas y detalles habitaban la sala de estar: Pinturas góticas europeas, una katana japonesa en un pedestal, instrumentos de feng shui, un televisor de tamaño exagerado y sillones feos pero cómodos habitaban la primera habitación de la casa.
El visitante dejó su gabán negro en las manos solícitas de Vladimir, que caminó hasta un pequeño ropero y lo dejó adentro, colgado de una percha. En esos segundos, Azurri aprovechó para mirar a través de la puerta entreabierta la habitación siguiente: grande fue su sorpresa al ver que estaba completamente vacía. Quizá fuese efecto de la perspectiva o la estaba remodelando, pero el visitante sintió una extraña sensación a pesar de todo.
— ¿Quiere tomar algo, señor Azurri?—inquirió Vladimir, arrastrando casi imperceptiblemente las erres — tengo té, café, bebidas alcohólicas, agua, gaseosa…
—Un café, por favor.
— ¿Crema, azúcar, leche?
—Azúcar solamente, gracias —respondió Azurri, realmente agradecido por poder calentar las tripas.
Desde la sala de estar partían tres habitaciones, siendo la cuarta puerta la que daba a la calle. Hacia una de esas habitaciones –probablemente la cocina –había ido Vladimir a preparar el café. La opuesta a la puerta de entrada era la habitación vacía, y la otra era una puerta cerrada. Se levantó sin hacer ruido, siempre vigilando la puerta de la sala donde estaba Vladimir. Su instinto le gritaba que había algo raro en toda esta situación.
Se movió –rápido e imperceptible como siempre –hasta la puerta abierta. Echó una ojeada hacia adentro y confirmó que la habitación estaba totalmente vacía. Frunció apenas el ceño y volvió a su correspondiente sillón, mirando hacia la cocina. Espero unos segundos para ver si su cliente volvía, y al ver que no era así se movió hasta la otra puerta, la que estaba cerrada. Depositó su mano en el picaporte y la abrió lentamente: era pesadísima, probablemente hecha de hierro o metal, no se había dado cuenta de que era una puerta de seguridad. Un rayo de luz creció mientras abría, iluminando lo que parecían ser unas escaleras. ¿Un sótano?
Escuchó, gracias al profundo silencio en que estaba sumergida la casa, el silbido de la pava. Cerró la puerta con una suavidad inhumana y volvió a su lugar en el sillón. Observó con más detalle las pinturas hasta que Vladimir entró, portando una bandeja con el café y una taza. Azurri sorbió el oscuro líquido y halagó la preparación con una sonrisa fingida.
Miró a su cliente por encima de la taza mientras tomaba. Entre veinte y treinta años, enfermizamente pálido y ojeroso, cabello negro azabache y rostro bastante bello, Vladimir poseía un encanto que probablemente lo hacía tener éxito con las mujeres. Vestía bastante pasado de moda, con una corbata rayada y un traje negro, sumándole una excentricidad más al cúmulo de rarezas que era esa noche.
Azurri sintió una extraña picazón. No había nada que temer, nada demasiado raro o que no le haya pasado antes, pero estaba inquieto por demás. Algo se le escapaba y lo ponía muy incómodo no saber qué era lo que estaba pasando por alto. Su rostro lo ponía nervioso, a pesar de ser casi adolescente. Una sensación de dejavú estaba sobre él: tenía la impresión de haber visto esa cara anteriormente.
Vladimir carraspeó intencionalmente, sacando a su visitante de su ensimismamiento.
—Disculpe, estaba disfrutando el café —se disculpó Azurri —. Muy bueno, la verdad.
—Gracias, aprendí hace unos años a hacerlo correctamente. En la Madre Patria no solíamos tomar mucho de esto.
— ¿Madre Patria?
—Da, me refiero a Rusia obviamente.
—Ah, no había entendido bien —respondió Azurri con una sonrisita nerviosa —. Bueno, vayamos al grano entonces, no quiero robarle más de su tiempo.
—Muy bien, me gusta que las cosas sean simples. Como usted ya sabe, necesito que haga un… trabajo para mí.
—Bueno, como usted sabrá, mientras me pague hago cualquier clase de trabajo, solamente tiene que darme algunos pequeños detalles sobre lo que quiere que haga.
—Quiero un asesinato. —formuló el cliente, con un dejo de reticencia.
—Perfecto. Le costará treinta mil pesos, más gastos de la operación. Mitad como anticipo, mitad luego del trabajo.
—Dejemos el costo en cuarenta mil. Le daré todo después.
—No, señor Vladimir —respondió firmemente Azurri —. Mitad ahora, mitad luego del trabajo.
—Cuando sepa los detalles de la operación no tendrá problemas en cobrarlo todo junto, señor Azurri. —retrucó Vladimir con una pequeña sonrisa ladeada.
—No es negociable, pero cuénteme que es lo que desea y a quién.
—Tome, aquí hay una foto —dijo Vladimir, pasándole una fotografía por sobre la mesa ratona. Azurri la levantó, la miró unos segundos y después observó a su cliente, totalmente perplejo —. Así es —prosiguió el cliente, sonriendo ampliamente y mostrándole unos agudos colmillos.
II
En sus veinte años de experiencia como sicarios y caza-recompensas profesional, era la primera vez que algo así le sucedía. Definitivamente el hombre que tenía enfrente tenía un serio problema.
— ¿Y bien? ¿Tomará el encargo? —preguntó Vladimir, desafiante.
—No… no entiendo bien. —respondió Azurri, visiblemente perturbado. — ¿Por qué no lo hace usted mismo?
—No podría hacerlo jamás. Va en contra de mi naturaleza, me es imposible.
—Pero mucha gente se suicida, ¿Por qué me contrata a mí? —repuso Azurri, mirando fijamente la foto que Vladimir le había pasado: una foto del mismo Vladimir.
—Va en contra de mi naturaleza, no soy como los demás humanos. Quiero morir, pero nunca podré hacerme daño intencionalmente, esa es una ley muy antigua. Venga, quiero mostrarle algo.
Vladimir se levantó, seguido de Azurri. Se dirigió hasta la puerta cerrada, la abrió y comenzó a bajar las escaleras a oscuras. El sicario dudó, y dirigió la mano hacia el costado, buscando algún interruptor.
—Es inútil, señor. Venga, no tropezará si tiene cuidado —dijo la voz casi espectral de Vladimir desde la oscuridad —. No hay necesidad de que haya luz aquí.
Azurri bajó las escaleras tímida y recelosamente. Se tomó fuertemente de la baranda mientras tanteaba los próximos escalones con el pie. La poca luz que había en el sótano provenía desde la sala de estar, la suficiente para ver la silueta de Vladimir sentando en una especie de banco sólido.
— ¿Qué es eso? —preguntó Azurri, ya con algo de miedo.
—El mueble más importante de esta casa. Tóquelo, por favor.
El sicario llegó hasta al lado de Vladimir, y extendió la mano en la oscuridad hasta tocar el banco. Sintió la rugosidad de la madera. Deslizó la mano hacia abajo y sintió un pliegue, como si fuese una tapa. Vladimir bajó de donde estaba sentado con un movimiento rápido. Los ojos de Azurri ya se estaban adaptando a la oscuridad, permitiéndole ver mejor la forma del objeto que tenía enfrente. El habitante de la casa deslizó las manos y levantó la tapa, permitiéndole ver, apenas, una especie de cama, forrada en tela roja.
Azurri se percató de que estaba tocando un ataúd.
III
“Señor Azurri, le contaré mi historia para que entienda, pero por favor no interrumpa hasta que termine.
Todo empezó en 1876, en la ciudad de París. Yo era un joven ruso, proveniente de familia aristocrática. Había ido a Francia para finalizar mis estudios en medicina y, de paso, ver el mundo. La nueva república que estaba surgiendo era prometedora para el pueblo, pero yo, perteneciente a la nobleza, no podía más que ver con recelo a esos demagogos corta cabezas. Por si no lo notaste, ese cuadro que está allá, sobre la espada, es de esa época, y es un retrato mío.
Se estará preguntando por qué te estoy contando todo esto. La verdad es que tiene que saber todo para poder llevar a cabo este trabajo tan singular. Una vez que me mate, nadie le va a creer, así que no tiene sentido que cuente esta historia luego.
Me fui por las ramas, definitivamente. Como le decía, en París conocí a una bella señorita de familia adinerada. Luego de un corto romance, ella desapareció sin decir nada. La busqué por toda la ciudad, moví contactos y hasta acudí a la guardia, pero parecía que se la había tragado la tierra.
Luego de dos meses, y cuando estaba a punto de volver a Rusia, apareció en mi pequeña casa. Hicimos el amor de una manera increíble, y luego me contó su historia. No puedo contársela por varios motivos, incluyendo el respeto a su memoria y que no tenemos tanto tiempo, pero tenía que ver con determinados rituales en los que se había mezclado su hermano mayor. Ella terminó en el medio por querer sacarlo de esa secta, y recién a los dos meses pudo lograr escapar.
Estaba asustada e imploraba mi ayuda, no podía hacer otra cosa sino sacarla de donde se había metido. Tomamos el primer tren al este, y luego de un par de semanas, llegamos a destino. Mi familia me recibió extrañada, pero se aliviaron las tensiones en cuanto les conté que Marguerite provenía de buena familia.
Pero las cosas empeoraron. Marguerite vivía nerviosa, no sólo por estar en un lugar extraño con gente extraña, sino por cosas relacionadas con su experiencia en esa secta. Por las noches cerraba fuertemente las ventanas y las puertas, y no se despegaba de mi lado (obviamente yo aprovechaba esto último). Tiempo después, Marguerite enfermó y languideció. Estuvo en cama por dos meses hasta que murió finalmente.
Grande fue mi sorpresa cuando, una noche, la encontré desnuda y pálida a mi lado. Obviamente tenía que ser un sueño, así que hicimos el amor como aquella vez que nos reencontramos en Francia. Me di cuenta que algo andaba mal cuando noté que estaba horrorosamente fría, y que las sensaciones eran demasiado vívidas como para ser un sueño. Un sopor increíble me dominó luego del orgasmo, y me quedé dormido sin poder despedirme.
El día siguiente me encontró volando de fiebre. Mis padres me cuidaron e iniciaron una especie de cuarentena para que nadie más se enferme del mal que había traído esa sucia francesa, según sus palabras. Una semana después, al borde de la muerte, decidieron trasladarme a una pequeña cabaña, donde podrían cuidar mejor de mí, según las palabras de mis padres. La verdad era que estaban terriblemente asustados y no querían contagiarse de nada. Yo era el leproso.
Dos días después de que me lleven a esa cabaña, perdí la conciencia. Desperté luego de no sé cuánto tiempo, con mis progenitores mirándome. Nunca dijeron nada, pero ellos sabían que yo había muerto.”
Vladimir hizo una pausa en su relato y miró penetrantemente a Azurri, sorbiendo un líquido de una taza. El asesino a sueldo se preguntó hasta el fin de sus días qué era lo que tomaba su cliente esa noche.
“A pesar de todos sus defectos, es rescatable lo que mis padres hicieron por mí. En vez de matarme me cuidaron y se encargaron de que nadie sepa que era lo que me pasaba, hasta que pasaron los años y mi aspecto juvenil ya era sospechoso: decidí empezar a viajar por el mundo y hacer fortuna por mi propia cuenta.
Los negocios rindieron y volví hecho ya no un aristócrata sino un burgués. Mientras me encargaba de mis empresas, derrochaba una parte del dinero en buscar a Marguerite, sin frutos hasta el día de hoy. Lo único que quería era decirle que la amaba, lo que no había podido decirle la última noche que estuvimos juntos.
Otra vez estoy divagando. Como le decía, volví al castillo de mis padres haciéndome pasar por un primo lejano. Mis progenitores ya estaban muy ancianos, y tuve la mala suerte de volver en la década de 1910. La revolución estalló y los rebeldes cayeron sobre nosotros. Todos los habitantes del castillo fueron fusilados, incluyéndome, claro. Tuve que hacerme el muerto (irónico, ¿no?) hasta que logré escaparme. Quizá en venganza, me dediqué a matar rebeldes con mis propias manos, me alimenté de ellos hasta que estuve los suficientemente fuerte para poder escapar de la nueva Unión Soviética.
Sin rumbo, sin hogar, sin amor, me dediqué a los negocios. Sin embargo, participé en los conflictos bélicos del siglo pasado, para poder saciar mi sed de venganza. Debo haber matado veinte veces más hombres que usted, y totalmente gratis.
Y ahora, un siglo y medio después de mi nacimiento, ya estoy hastiado. No puedo acabar conmigo mismo, está en mi ADN, pero necesito terminar con mi “vida”. No sé que hay después de la muerte, pero espero tener mi justo castigo por tanto mal que le hice a este mundo. Este mundo no puede ofrecerme más que sufrimiento, y por toda la eternidad: el infierno no me asusta, y por lo menos lo mereceré. “
Azurri pensaba que, si los vampiros pudiesen llorar, este estaría hundido en lágrimas. Sin embargo, era todo demasiado fabuloso como para poder creerlo.
— ¿Vos pretendés que yo crea todo lo que me acabás de contar? —Increpó el asesino, agresivo — ¿Te parece que yo nací ayer?
—Esa es la historia. No importa si la cree o no, yo solamente le estoy contando mi historia para que pueda entender mejor lo que tiene que hacer —repuso Vladimir, algo ofendido —. Como usted dijo, mientras le pague lo suficiente, lo hará.
— ¡Pe…pe… pero vos estás loco! —Azurri ya estaba al borde del ataque de nervios: no sabía en que debía creer.
—Mañana voy a estar durmiendo allá abajo, en mi lecho. Va a tener que conseguir una estaca de metal, un martillo y agua bendita para embeber la estaca. Voy a dejar en esta mesa un maletín con los cuarenta mil pesos que acordamos, ni más ni menos. La decisión de creerme o no está en usted: pero un trabajo es un trabajo, cúmplalo —Vladimir se levantó y caminó hasta la puerta para abrirla—. Adiós, señor Azurri.
IV
Azurri salió de la casa desconcertado, a punto de vomitar. Su mundo racional se había desmoronado. Sí, quizá era un loco que dormía en un ataúd y usaba colmillos de plástico, pero todo había sido tan real…
Vampiro, loco o pesadilla, el tenía un trabajo que hacer y mucho dinero por cobrar. Fue directo a su casa y se acostó sin desvestirse, entregándose al sueño. Soñó con su extraño cliente, y con su rostro que le era tan familiar y lejano al mismo tiempo.
Eran las dos de la tarde cuando se despertó, con el rostro iluminado por la luz solar. Almorzó las sobras del día anterior, se puso ropa vieja y salió a la calle. Caminó por las calles habituales, disfrutando del aire frío. Quizá, si realmente el ruso era un vampiro, podría pedirle que lo convierta. No tenía una mala vida, seguir con ella uno o dos siglos más realmente le gustaría.
Entró a una ferretería para comprar una estaca de metal y un martillo. Entró a la iglesia de su barrio y robó un poco de agua bendita. Mientras se dirigía a la casa de Vladimir, sonrió pensando en que era una especia de Van Hellsing moderno. El capitalismo corrompía hasta a la caza de vampiros, pensó, largando una carcajada en medio de la calle.
Llegó a la puerta de la casa y dudó por unos instantes. Sacudió la cabeza y las dudas en un mismo movimiento y extrajo unas ganzúas de su bolso. Abrió la puerta, no sonó ninguna alarma.
La casa estaba silenciosa como una tumba. Cerró la puerta con suavidad y vio el maletín abierto en la mesa ratona. Se sentó y contó los billetes con parsimonia, notando alegre que había cinco mil pesos más de lo acordado. Cerró el maletín y lo dejó al lado de la puerta, para posteriormente pasar por la puerta del sótano, abierta de par en par. Bajó las chirriantes escaleras: la tapa del ataúd estaba abierta, y a pesar de la poca luz, podía notarse una silueta adentro de la caja fúnebre.
Pensó en retirarse, huir con el dinero, pero esa suma no era lo suficiente como para empezar una vida en otro lugar, y las represalias del vampiro podrían ser más terribles que la muerte. Ya no le quedaba ninguna duda respecto a la verdadera identidad de Vladimir: verlo en el ataúd sin respirar, tieso como un verdadero muerto, no le dejaba ninguna incertidumbre.
Dejó el martillo en el suelo y abrió la tapa del frasquito donde guardaba el agua bendita. Roció la estaca y, tomando de nuevo el martillo, se acercó al féretro. No se le veía el rostro al desgraciado ruso, por lo que agradeció al cielo, a pesar de ser ateo. Apoyó la húmeda estaca en el centro del pecho del vampiro y levantó el martillo.
Descargó el golpe, y, al mismo tiempo, la puerta del sótano se cerró.
V
El terror se apoderó de Azurri. Estaba encerrado en un sótano con el cadáver (¿o no?) de un vampiro. Se sentía torpe por no haber asegurado la puerta antes de haber bajado, pero jamás pensó que le iba a pasar eso. Buscó desesperado en su bolso y encontró unos antiguos fósforos, que guardaba ahí quién sabía desde hace cuanto tiempo. Encendió uno y la curiosidad lo venció, iluminando el ataúd.
Casi se desvaneció cuando vio el rostro del vampiro.
El vampiro no tenía rostro.
Palpó el cuerpo.
Era un maniquí.
Vladimir lo había engañado, ahora entendía. La puerta de seguridad, la pintura, seguramente falsa, la historia del vampiro para tener una excusa que lo haga bajar solo al sótano… El dinero lo había enceguecido y había caído en la trampa.
Desde algún punto de la habitación, a través de la pared, oyó la voz de Vladimir:
— ¿Cree en los vampiros, Azurri?
— ¿Por qué me hacés esto? —increpó el sicario, con desesperación en la voz.
— Necesitaba una excusa para que baje al sótano. Quería matarte yo mismo, y no instantáneamente: ahora vas a pudrirte en esta habitación.
— ¡Hijo de mil puta! ¡Sacame de acá!
— Quizá te parezca raro que me haya tomado el trabajo de urdir una historia tan compleja para todo esto, pero… ¿qué sería de nuestra vida sin el arte? —Respondió burlonamente Vladimir —Fue realmente divertido hacer todo esto, en serio.
— ¿Qué es lo que te hice? ¿Por qué me querés matar? —gritó Azurri, presa de la histeria.
— Víctor Daniels, presidente de la Empresa de seguros homónima. ¿Te acordás?
Azurri recordó, y se dio cuenta en un nanosegundo de por qué le había parecido tan familiar su cara. Era un rostro casi idéntico, pero más joven, al del hombre que había matado dos años atrás por encargo. Apostaría lo poco que le quedaba de vida a que el hombre que lo había encerrado era Vladimir Daniels.
— El mundo es un lugar horrible, Azurri. Por lo menos, cuando muera, me voy a ir contento, pensando en que ayudé a limpiar un poco la suciedad. No grites: nadie te va a escuchar y vas a desperdiciar el aire que te queda. Au revoir, sicario.
VI
Pasaron unas cuantas horas, y la noche siguió al ocaso. Vladimir Daniels tomó el maletín y salió de la casa –luego de encender la alarma –con una sonrisa en el rostro. Cerró la puerta con llave, pensando en cómo estaría muriendo aquel hombre del sótano. Miró la luna llena, pensando su padre y también en la cantidad de verdades y mentiras que había dicho en esos últimos días. Sonrió, y los agudos colmillos se asomaron tímidamente, como festejando la primacía de la noche.
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