sábado, 19 de enero de 2013

Perfecta


Me pregunto cómo habrá sido. Es decir, morir sin darte cuenta. ¿Qué se sentirá? ¿Pacífico, porque no imaginas qué sucede?, o en el último suspiro de vida, ¿Da pánico saber que ya no hay tiempo?
Estoy viendo a las personas que caminan en la calle. Todos tan tranquilos, tan ajenos a la triste realidad; demasiado inmersos en sus cosas como para darse cuenta de que en un segundo puede terminar su conciencia, el sentido, sus metas aún no realizadas.
Ya quiero pulsar el botón. Quiero saber cómo actuarán con la detonación. Que pudieran escuchar el clic del control en mi mano, que se incendie todo. Eso sí, que reaccionen rápido para verlos a tiempo; ¿Cómo conoceré sus emociones, tan claras en sus caras, si no estoy viva para verlo? Deseo saberlo, escucharlo, sentirlo de primera mano; pero yo no lo viviré de esa forma. Yo sé lo que pasará. Por eso no podré experimentar lo que se siente.
No soy mala.
Sólo soy perfecta para el trabajo.
-“Hey, mira ésta, Tony. Es la adecuada para la Capital” -le dijo Dante a Tony en una mirada interesada, luego de que me reclutaran de mi destruido y olvidado pueblo. Después de que los soldados acabaran con mi familia, cuando ya no hubo nada que me retuviera ahí.
Recuerdo bien ese día, se me quedó grabado. Yo había salido a buscar setas, bayas, algo, lo que sea que fuera comestible para mi pequeño hermano hambriento. Sólo después escuché la granada y me converti en huerfana…
Mis salvadores me apartaron del resto y me cuidaron muy bien. Me hicieron sentir segura, a salvo. Les debía la vida y ahora necesitaban cobrar el favor.
Soy perfecta, porque, ¿De qué otra manera un terrorista entraría a la ciudad con una bomba poderosa oculta en un oso de peluche? No, no lo lograría. Cualquiera (excepto yo) tendría mala pinta, sería claro que provenía del campo de guerra. Pero a mí no se me nota; no si oculto una vieja cicatriz de bala en mi espalda.
Todo había ido de maravilla; el aeropuerto fue un juego de niños. No se dieron cuenta de que el relleno felposo ocultaba un dispositivo muy distinto al sistema de habla mecánica de un juguete. Pero claro, como YO soy perfecta, no sospecharían ni siquiera si les pusiera un letrero en sus frentes. Mi vestido azul fue de gran ayuda.  Confeccionado en telas suaves y de colores claros e inocentes, lleno de holanes y uno que otro moño, a juego con las mallas blancas y contrastante con los zapatos negros. Quedaba bien con mi piel oscura, mi cabello marrón y mis ojos color miel.
Me dejaron hace media hora. Las indicaciones fueron claras:
-“Camina hasta el otro lado del parque, enfrente del Edificio Presidencial. Y a las once horas tendrás tu oportunidad de lucirte” –me sonrió Alma, la señora que me ayudó desde que llegué al estado.
No hubo necesidad de despedidas; nadie me iba a extrañar al igual que yo extrañaría a nadie. Lo que quería era irme con mis padres, hermanos y amigos, que esos soldados como los que custodian la entrada me arrebataron sin vacilación.
Pero se les olvidó acabar conmigo, y dudo que mi corta edad de ocho años fuera impedimento para ellos si estuviera en mi hogar.
No me preocupo. No corro peligro, no aquí, donde guardan apariencias de “héroes” y no se les permite asesinar sin permiso.
La gente sigue igual. Caminan de un lado a otro, chismorreando, riendo, hablando de la buena vida que llevan. Hasta ahora.
El alto reloj del edificio de pilares color marfil, tan nuevo y bien cuidado, sin manchas de sangre o dolor, marca las diez cincuenta y nueve. Estoy parada viendo directamente a los guardias que están afuera (los demás deben estar dentro, los oigo como un enjambre), descargando la furia que no puedo hablar por mis ojos. Un defecto de nacimiento, una ventaja para Tony y Dante. No confesaría nada aunque pudiera, no hablaría con esos monstruos aunque quisiera. A ellos no les debía nada.
Me devuelven la mirada, como sopesando entre llevarme a “Objetos perdidos” o con mi madre. Sin embargo, no necesitaré su ayuda; basta con presionar el pequeño botón casi invisible depositado en un cuadrado de plástico, éste que tengo en mi mano. Al final, no se mueven de sus lugares; son sólo dos y no se permiten el lujo de abandonar la puerta principal. Deciden ignorarme como sus colegas del aeropuerto.
Tic, tac, tic, tac. Se mueren los segundos. Veo el reloj que está cruzando la calle, avanzando las manecillas al final.
Giro el rostro para ver el sol resplandeciente y feliz  en el cielo, a salvo. Bueno, tal vez sí extrañe sus rayos dorados y calientes.
Los niños ricos con sus trajes costosos se me quedan mirando, y me distraen paseando sus cochecitos caros por la acera, al lado de árboles y césped verdes. Se ven tan pulcros, tan bien alimentados y sin temor; no como yo cuando vivía en el pueblo.
No obstante, sigo siendo perfecta, ¿No? Aún no me han eliminado, sigo siendo una amenaza.
Pero… ser perfecto ya no importa. Lo que importa ahora es el botón en mi mano.
Cuando las campanadas suenan, inundando el hueco amorfo de ruidos en la plaza, anunciando el fin de la hora diez del día, descubro a una familia en una banca cercana; juegan con un bebé pequeño. Está muy sano, tiene la piel clara y cabello rubio; ni rastros de guerra en su sonrisa a diferencia de mi hermano. Su carita se ilumina cuando sus padres le hablan.
“Y así debe ser la expresión de morir sin saberlo”, pienso cuando oprimo el detonador, y ya no soy capaz de ver nada.

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