La camioneta había quedado muy atrás y caminábamos bajo algunas estrellas y una luna tímida. El camino, lleno de guijarros sueltos, sólo aumentaba nuestro enfado. Éramos tres, mi amigo Horacio, su padre, que es como un tío para mí, y yo. Regresábamos de un negocio fallido, del intento de comprar un campo que al final no era lo que esperábamos. Y como para aumentar nuestra frustración, la camioneta se averió y se detuvo. La revisamos inclinados sobre el motor e iluminándolo con linterna pero, ninguno sabía nada de mecánica, y después de intercambiar hipótesis decidimos caminar hasta la ruta.
En el cielo algunas nubes gigantescas se turnaban para tapar la luna, dejando que ésta iluminara de a ratos los solitarios campos que nos rodeaban.
No recuerdo de qué veníamos hablando; callamos de pronto al escuchar un grito desesperado, desgarrador, que claramente era de mujer. Volteamos hacia la cima de una colina situada a nuestra derecha, y nuevamente escuchamos el grito.
- ¡Es una mujer! -exclamó Horacio-. ¡Le pasa algo, o le están haciendo algo…! ¡Vamos!
- ¡Espera!, quién sabe qué pasa ahí. Puede ser cualquier cosa… -le dije, pero ya era muy tarde, ya se precipitaba hacia la cima. Miré a su padre; él, evidentemente impresionado, quiso correr también, pero lo detuvo extendiendo el brazo.
- Deje, don, yo voy con Horacio -y corrí colina arriba.
Para ser franco, me arrepentí de hacerlo. Algo en mí gritaba que no fuera: quiero pensar que fue mi instinto de conservación. A mi pesar, subí la colina a la carrera. Llegué a la cima jadeando. Horacio ya estaba allí, mirando en derredor sin hallar nada, pues solamente había una pradera rala, sin un árbol. Al distinguir algo entre el pasto se lo señalé con el brazo a Horacio, y él me preguntó:
- Julio, ¿qué será eso? ¿Y la mujer dónde estará?
- Me parece que es el cimiento de una casa. Eso ahí parece la base de una pared -respondí.
Aunque el pasto la interrumpía en varias partes, al acercarnos más lo confirmamos, pero ¿Y la mujer?
El grito había venido de allí y no de más lejos, mas ante la insistencia de Horacio recorrimos los alrededores describiendo un círculo, sin encontrar nada. Cuando regresamos al punto de partida lo convencí para que bajáramos de allí. Al instante de darle la espalda a los escasos restos de la casa, sonó nuevamente el grito. Y escuchamos que se nos iba acercando, y en un instante estuvo a nuestro lado.
Resistí al impulso de voltear; Horacio hizo lo mismo. Bajamos a gran velocidad. Tuvimos suerte: de rodar en aquel lugar nos hubiéramos roto algo. Al alcanzar el camino el veterano nos preguntó qué le pasaba a la mujer y por qué habíamos huido corriendo, dejándola sola en aquella cima: Desde el camino él había visto tres siluetas
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