lunes, 11 de febrero de 2013

Barricada


Estoy por hacer algo realmente estúpido.

Sé que es estúpido. Lo sé. Pero no creo que tenga otra alternativa. Tengo que hacerlo ahora, que mantengo el coraje, la voluntad y un pulso firme.

Estoy enfermo. Desde siempre. Algunos días son mejores que otros. Cuando era joven mis padres rezaban para que sólo fuera un síntoma previo a los brotes epilépticos, pero las convulsiones nunca llegaron. Simplemente… no puedo confiar en mí mismo.

Veo cosas. Algunos días, puedo olerlas y oírlas también. Debería decir que las veía. Después de tomar cada posible combinación de medicamentos que a mis tres doctores se les pudo ocurrir, pensé que finalmente habían encontrado la solución química para mi defectuoso cerebro. He pasado seis años de estabilidad y normalidad relativa, dejando atrás un centro de rehabilitación por un pequeño apartamento, una colección de mayormente tolerables efectos secundarios, y un trabajo fijo. Me doy cuenta que esto puede sonarle aburrido a muchas personas, pero atesoro cada momento de esa insoportablemente sencilla monotonía.

Todo empeoró de un momento a otro.

Viernes por la mañana. Me desperté del primer sueño que había tenido en años, una fantasmagoría vívida de colores y sonidos. A regañadientes dejé mi perfecto y esterilizado apartamento para ir al trabajo.

Me di cuenta tan pronto como se abrió el ascensor de la extraña quietud y silencio en el aire pesado. La puerta principal del complejo de apartamentos estaba abierta, sin trabas y balanceándose sutilmente; un rastro casi imperceptible de humo viajaba a la deriva en la briza del viento. Afuera las anchas calles estaban vacías. Mi boca de repente se secó y volví sobre mis talones, sintiendo una creciente oleada de pánico y déjà vu.

Esta alucinación en particular, la quietud, el humo y la soledad, siempre fue mi más frecuente. Cerré mis ojos con fuerza y presioné los botones del panel del ascensor. Unos momentos más tarde estaba en el piso más alto, caminando medio ciego el trayecto hacia mi apartamento con una practicada familiaridad.

Una vez dentro, me senté en la cama, agarrado fuertemente del mango de mi bastón, los ojos cerrados, respirando despacio. Concentrado. Calmado. La mente clara. Abrí los ojos.

No puedo estar afuera así. Una vez me atropelló un camión cuando no tenía hogar y vagaba por las calles mientras mi mente únicamente veía espacio desocupado; necesitaré un implante de cadera antes de que cumpla cuarenta. Puedo escuchar las astillas de hueso que se muelen poco a poco con cada paso que doy. Llamé a mi jefe, y le dejé un mensaje disculpándome por estar muy enfermo y no poder asistir al trabajo.

Contuve mi aliento mientras abría la ventana en mi estudio. Está tan cerca al edificio de un lado que casi puedo tocar la pared de ladrillos. No alcanzo a ver la calle desde esa altura y ángulo, pero en lo que me asomé para inclinarme sobre el marco de la ventana, sonidos de pasos, el bullicio y quejido de motores llegó a mis oídos. El velo de quietud estaba roto, y sentí un gran alivio ahora que sabía que mi episodio terminó.

Contaba mis píldoras en columnas ordenadas sobre la mesa, probándome por quinta vez que había tomado mi ración diaria, cuando empecé a escuchar un griterío. Comenzó desde lejos, viajando por las vigas y soportes del edificio. Una hora más tarde los sonidos parecían venir del otro lado de mi puerta. Los ejercicios de respiración y relajación no me ayudaban, y estaba aferrado a la punta de mi cama, bañado en sudor. La idea apareció bien formada en mi mente: necesitaba hacer una barricada contra la puerta. Luché para suprimir el impulso; sería como darle la espalda a todo el progreso que he hecho si me convencía de que ese episodio era real.

Pero el griterío… era algo nuevo para mí.

Afuera se oía un movimiento continuo y la perilla de la puerta giraba violentamente y chocaba contra el cerrojo, repetidamente.

Me tomó un minuto decidirlo entonces. Me paré y tiré todo mi peso sobre la estantería. Se meció lentamente, inclinándose primero como si fuera un árbol y luego desplomándose al piso. Sobre ella puse mi escritorio y sillas, mientras mi cadera sufría con cada movimiento.

Escuché el sonido del golpeteo desistir y las terribles voces guardar silencio.

Eso fue hace tres días.

Vuelven cada día y arañan la puerta, vociferando esa basura demoníaca. Algunas veces me dejo creer que reconozco las voces. El teléfono está muerto, no hay electricidad. Siempre que me inclino en la ventana para pedir auxilio la única respuesta que obtengo es un ocasional chillido.

Cuando era más joven, cuando estaba en mi peor momento, mis episodios solían durar como mucho horas. Estoy exhausto. Tengo muy poca comida y la presión del agua ha decaído.

Tirado en mi cama en un momento de silencio absoluto, lo inevitable se me ocurre. Si me quedo moriré de hambre; pero lo que me pase del otro lado de la barricada, depende de cuan enfermo realmente estoy.

Quiero poder creerlo, que estoy simple y profundamente enfermo. La seguridad de ello me hace bien y me hace sentir despierto y lúcido. Necesito un doctor, seguro, pero pronto la alucinación se irá y mi mente se sanará. Sólo necesito escapar de esto. Necesito ir afuera.

Retiro lentamente las sillas, poniéndolas lejos de la puerta con gentileza, junto con los otros muebles. Corro el cerrojo, pongo mi mano en la perilla y trato de reprimir el terror en mis entrañas. La giro un poco.

Afuera, escucho un creciente murmullo. Mi seguridad se desvanece. Mi mano está en la puerta.

Estoy por hacer algo realmente estúpido.

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