miércoles, 6 de febrero de 2013

Impacto


Caminaba bajo la luz hiriente del sol de enero, proyectando bajo sus pies una delgada sombra color azabache. Usaba jeans azules ajustados a sus muslos, y una camiseta blanca que llevaba adherida al cuerpo por la transpiración.

Cruzó por la Avenida Belgrano, conducido por sus zapatillas de lona rojas, con la atención puesta al otro lado de la calle. Una vidriera reluciente se abría ante sus ojos, exhibiendo ordenadamente deliciosas golosinas en envoltorios de colores chiclosos y cajas de cigarrillos con cordeles rojos. Sus ojos recorrían con desesperación cada estante buscando algo por sí solos, con una ansiedad que segundos más tarde lo sorprendió. En ese momento se hallaba ensimismado sobre aquella incertidumbre.

Como si un destello hubiese activado su maquinaria cerebral, aferró a su mirada una botella de Coca-Cola que resaltaba de las demás en una heladera de cristal. Fue espontáneo, igualmente insólito, un segundo después sabía lo que quería: esa botella helada que transpiraba, como si fuesen las curvas de una mujer invitándolo a acercarse. Se empapó sus labios áridos y esperó un momento agazapado ante la vidriera, con los ojos achinados, esperando a que la Coca-Cola volara desde la heladera como un frisbee. Tan rápido como vino, el deseo se disipó, y sus ojos perdieron el poder de focalización.

Ya erguido, dio media vuelta y volvió a cruzar la avenida. El sol nuevamente le impactó de frente como si fueran pequeños petardos encendidos. La ciudad no era más que gargantas de cemento y ladrillos que se abrían a todas direcciones posibles, como un asterisco esquizofrénico. No había rastro de nadie. Hasta los grillos se achicharrarían si saliesen a cantarle a la soledad.

El único sonido que se oía era lejano y casi inaudible: un suave ronquido, gutural y resonante, pero tan bajo que producía calma, placer, inhibición; como el ronroneo de las aletas de un ventilador en una siesta de verano. Y no pudo explicárselo (ni lo intentó), pero sus piernas comenzaban a encontrar un rumbo recto y preciso, hacia ese único ruido remoto. Allí podría haber alguien. Sus… amigos, sí, tenía amigos. O Lucy, su… novia. Estaban esperándolo con una de esas latas congeladas de Coca-Cola. O quizás una Pepsi, aunque sabían que el odiaba esa marca. Estaban en el frente de la casa de Diego, leyendo revistas y conversando y bebiendo gaseosas. Su marcha aceleró al imaginar a Lucy con una sonrisa aplastada y tierna al verlo llegar de sorpresa.

El pavimento despedía tanto calor que se dibujaban ondas que parecían bailar y distorsionaban su visión. Recreó en su mente una escena de una película que había visto de aventuras en un desierto, en la que todo se basaba en la poderosa ilusión de la insolación y el personaje del film terminaba derrumbado en su lecho de muerte, siendo sepultado lentamente por los vientos de arena. “Hasta que sus ojos quedaron fritos”, pensó. Se río torpemente y luego se calló de repente. Un escalofrío lo envolvió, naciendo desde su medula como astillas de hielo, y detuvo el andar de sus pies. A su mente vino en pequeños resplandores la imagen de una cabeza descansando cómodamente sobre la arena, con una sonrisa graciosa (quizá producto de las ilusiones), pero con los cuencos de los ojos vacíos, como dos túneles que corrían paralelamente hacia el infinito. “Frito”, repitió, y encendió su marcha.

El sonido que lo destinaba se hacía más y más fuerte, y pasó de ser calmo a metálico y estridente, pero aún se oía ahogado. Atravesó una senda peatonal sin mirar a los costados, se sentía imperioso en la soledad de la ciudad. Las veredas y las calles eran suyas, no tenía a quién eludir ni esperar a que los vehículos fluyan encolerizados y se detengan en cada semáforo. En cada maldito…

Semáforo. Parpadeaba frenéticamente. Luces amarillas, verdes, rojas. Parpadeaban sin sentido. Primero una, luego todas, sólo dos, de nuevo todas. Era extremadamente vívido. No sólo lo tenía ante sí, sino que lo veía brillar como nunca antes había visto algo. Cada centímetro de ese aparato era reluciente, tangible, contrastante. “Está loco, loco. El semáforo perdió…” la cabeza. Se le contrajo el estómago y pudo escuchar el corazón galopándole frenéticamente en el pecho: estaba estúpidamente aterrado.

Un impulso visceral de supervivencia le indicó a su cuerpo la huida. Corrió con una agilidad sorpresiva, pero a todo lo que sus débiles zapatillas le permitieran. Cuando estuvo lo necesariamente lejos, giró sutilmente la cabeza y lo vio parado en la misma esquina (como esperando que cobrara vida), enloqueciéndolo con el resplandor de luces, diciéndole tácitamente que no se alejara. Parpadeaba ahora tan rápido que parecía que iba a estallar. Tornó la cabeza al centro y continuó, aunque volvió a mirar reiteradamente para asegurarse que no lo persiguiera. Que un semáforo no lo persiguiera. Minutos más tarde se le ocurrieron cinco o seis razones por las que lo que había pasado era una completa idiotez. Pero el terror no disminuía. Se acumulaba en su estómago, como un reloj de arena.

“No hay nadie”, sus pupilas se hinchaban ante la luz radiante del sol. Le costaba ver, pero no oía a nadie, ni perros, ni pisadas, ni el motor de algún aire acondicionado escupiendo frío por ahí. La sensación de majestuosidad se le escapa y lo que parecía una ciudad civilizada se transformó en un desierto de cruces asfaltadas. “Sepultado lentamente” la idea que le causó gracia ahora lo atormentaba.

¿Dónde estaba? Estaba… cerca del ruido. A sus oídos volvió aquel ronquido, fuerte y pesado, todavía metálico, similar al rugido de la tierra cuando se despierta un terremoto. “¿Qué había pasado mientras tanto, el ruido desapareció?” Intentó imaginar a Lucy esperándolo con los brazos abiertos pero algo lo detenía, algo desgarraba esa idea. ¿Qué hacían los chicos cerca de un ruido tan perturbador?

Las cienes le daban punzadas hacia la nuca, señal de que el sol lo estaba fatigando, pero mágicamente seguía avanzando, sin sentido, como si estuviera atrapado en un laberinto diseñado por el mismísimo Lovecraft, con el astro dorado vigilando sus movimientos.

Los muslos le ardían del dolor, y la camiseta ya formaba parte de su piel. Sentía que sus pulmones estaban por colapsar en cada exhalación. Pero el miedo continuaba allí, escondido en su vientre, obligándolo a continuar. “Un semáforo me asustó” pensó, pero aunque intentara encontrarle lógica al asunto, un puñetazo de irracionalidad le golpeaba las tripas. “¿Qué me pasa?”, la angustia le cristalizó los ojos con lágrimas, las lágrimas reales que se padecen ante la hoz de la muerte.

Dio sus últimos pasos de agonía y cayó de rodillas al suelo, abriéndose los jeans en un fuerte desgarro. Bajó la cabeza e intentó vomitar, pero terminó en unas arcadas violentas que le arruinaron la garganta. Tenía el peso del sol aplanándolo sobre la espalda y se recostó para sentirse aliviado. Así quedó por minutos, en posición fetal, bajo el desamparo del asfalto hirviendo bajo su cuerpo.

Pero de repente, nació desde el medio de la calle el mismo rugido que persiguió. Dio un respingo y se incorporó a tientas. Ante él estaba ese sonido que lo había hipnotizado como el canto de una sirena.

Con sus manos construyó una visera y abrió lentamente los párpados. Le costó adaptar sus pupilas, pero frotándose los ojos con los puños lo consiguió: veía su auto apuntándolo con la trompa. Su pequeño e indefenso Peugeot 206. Pero no lo había visto ahí antes. “No estaba allí”. Su estómago dio un estallido de pánico que lo hizo temblar. Pero sabía que había algo peor. Alzó la vista y encontró chalecos de policía, gorros de policía, y cintas de restricción. Estaba todo adornado. Las rejas y los portones llevaban chalecos anaranjados. Los gorros estaban ornamentando los árboles. Las cintas colgaban como guirnaldas.

Rio y lloró al mismo tiempo. Era bizarro y totalmente irreal, pero esas alegres ornamentaciones llevaban cargado el horror. “Una fiesta”, dijo sollozando, “Una fiesta para mí”. Se arrastró hasta la trompa del auto y lo rodeó. Tomado del espejo retrovisor se levantó, y con cansancio apoyo la frente en la ventana polarizada. “¿Qué mierda es eso?”. Dentro del auto, mesclada entre las sombras, estaba la misma botella de Coca-Cola, esperándolo mientras despedía gotas heladas. Estaba seguro que era la misma. No podía no ser la misma. Era perfecto, como la ilusión de la película.

Tiró de la puerta tanto como pudo pero no la abrió. Retrocedió unos pasos y recostó su peso sobre sus rodillas. Agitado, irguió su cabeza y miró con desesperación y pánico esa puerta, pero lo que logró ver lo hizo gritar de terror: las luces hiperactivas del semáforo reflejado sobre el negro del polarizado. Estaba detrás de él, como riéndosele sádicamente, disfrutando su lánguido pudrimiento.

Las lágrimas le vertían a cascadas, hasta enrojecerle los ojos. Gritaba sin parar, no podía detener de su garganta, era una catarsis del horror que acumulaba en su vientre. Giró tan rápido como sus temblores se lo permitían y lo observó con los ojos abiertos, como si sus párpados chillaran al compás de sus labios. “Bajo la luz del sol no ocurren atrocidades, dicen. Qué mentira”.

Se hallaba de rodillas al frente de su casa. “Mi casa, esta es mi casa.” Y todo se iluminó en su mente. ¿Qué hacía en el medio de una ciudad vacía? ¿Por qué no había nadie? ¿Cómo llegó ahí? ¿Por qué no pidió ayuda? “Sabía que nadie me ayudaría”.

Caminó vacilante hacia la puerta de su casa, antes rompiendo las cintas de seguridad que adornaban felizmente la entrada, “Una fiesta para mí”.

Antes de girar suavemente la manija y entrar, oyó otra vez aquel rugido gutural, y por primera vez pudo distinguir que era, “La bocina de un cami…” y su corazón se contrajo con tanta fuerza que tuvo que detenerse.

Al entrar a su hogar un aroma agrio a encierro le pateó la nariz. A pesar del fulgor del sol, adentro reinaba una espesa obscuridad, exceptuando la luz mortecina y gris del televisor. Un calor pegajoso lo envolvió en un abrazo. El aire se hacía pesado y de un gusto metálico. “No hay nadie,” pensó “¿Tendría que haberlo?”. De la misma manera que supuso que esa era su casa, se respondió que sí, que allí vivía alguien más.

Buscó con sus manos extendidas algo a que aferrarse en esa nube azabache en la que caminaba y se topó con un cuerpo alto y frio, de un frio aliviador para su piel enrojecida. Tanteó hasta encontrar de dónde tirar y una pequeña luz brillante se abrió paso en la obscuridad. Un soplido helado lo hizo estremecerse y le congeló las lágrimas en los pómulos. Estaba frente a la luz de la heladera, de su heladera. Y allí dentro brillaba una lata abierta. La alcanzó de inmediato y la puso ante sus labios. Inclinó el envase lentamente hasta que la espuma de esa cerveza rancia tocó su lengua y…

Unas palabras insidiosas se hilaron en su mente sin su voluntad. “En el infierno hace calor.” Al principio no tuvo sentido, pero un segundo después lo hizo detener su corazón. “No tengo sed. Nunca tuve sed. Nunca” soltó la lata y escupió el líquido de su boca. Cerró la heladera y gateó en la oscuridad que lo defendía del brillo del sol… y las luces del semáforo… y el reflejo de cualquier vidrio… ya no había sombras… o todo era sombras.

Llegó hasta el sillón y se levantó con la fuerza que quedaba. El televisor despedía una voz grave de locutor: “Porque tu vida empieza hoy.” Y finalizaba.

Izó su cabeza hasta asomar sus ojos por encima del sillón en un último esfuerzo.

Allí, inesperadamente, estaba su madre, una mujer mayor con un rodete blanco en la cabeza que lo miró con sorpresa. “¡Hijo! ¿Qué haces ahí?” dijo la anciana con un tono agudo en su voz.

Le estiró una de sus manos arrugadas y quedó perplejo, con un sabor amargo en la garganta. Quiso hablar pero el llanto le bloqueó sus cuerdas vocales. Sintió su corazón renaciendo, latiendo tan alegre como nunca. Recibió su mano y se sentó torpemente. La abrazó con fuerza y le besó la mejilla.

“Hijo. ¿Otra vez llorando?” preguntó ella amablemente. Él no respondió, sólo siguió con su llanto. La mujer unió sus manos sobre su pollera y suspiró profundamente.

“¿Cuándo se acabarán tus llantos? Y no me digas que algún día” con una mano le palmeó el hombro, y él se acurrucó sobre sus nudillos huesudos.

Estaba en casa. Nunca mejor dicho.

“¡Ay, hijito de mi alma! Dios sabrá cuándo,” giró su cabeza y lo miró con profundos ojos celestes “¿No es cierto?”

El aire se le escapó entre los dientes y su llanto cesó. Esa mirada se le clavó como una trampa para osos. La mujer tomó el control de la TV y puso play. La voz del locutor volvió a sonar:

“¿Cuidas tu vida? ¿La vida de tus hijos?…” la anciana suspiró, “Sabías que la cantidad de accid…” y se secó las lágrimas de sus ojos celestes.

“¿Ma?” preguntó con voz débil, mientras la voz del locutor sonaba de fondo. La mujer no quitó la vista de la pantalla. Su boca temblaba. Estaba triste, pero sin ira ni pasión, como si estuviese acostumbrada a estarlo.

“Todos piensan que estoy loca” se le aceleró la respiración, las manos le traspiraban y el estómago se le volvió a estrujar del terror. “Dicen que no te veo, pero sé que sí.”

La oscuridad espesa y el calor pegajoso se agolparon rápidamente sobre sus hombros. Y aquel lugar, por una extraña razón dejaba de ser casa.

“No puede ser. No” pensó él mientras sintió una espada de hielo atravesarlo.

“Mira” dijo con un hilo de voz. “Ahí estás” y con una de sus uñas agrietadas señaló la pantalla.

Había fotos, cientos de ellas, formando la palabra ‘AMO’. Y una resaltaba como si fuese la pieza gruesa del puzzle. “Yo” pensó con espanto.

Algo le picaba intensamente en su brazo, le ardía. Comenzó a rascarse con desesperación hasta tantear algo filoso sobresaliendo en la piel. Un vidrio. Largo, grueso. Miró sus manos. Astillas. Uñas. “Me faltan las uñas” El pánico se agolpó en su garganta y la cabeza le latía violentamente. Una de sus piernas tenía un corte escupiendo sangre, y más abajo se asomaba un hueso brillante desde su tobillo, como saludándolo.

Tenía hilos carmesí tiñendo su ropa. Pero el dolor vino después, con un aullido desgarrador. Pudo sentir que era su final, que moriría bajo las sombras del astro brillante.

“Bajo la luz del sol no ocurren atrocidades, dicen.”

Grito por segundos, hasta que un ruido tapó sus gritos.

“En el infierno hace calor” dijo una voz críptica en su mente.

El sonido se acercaba a él a toda velocidad, gruñendo con ira.

“La bocina del ca-ca-ca-cam…”

En el infierno hace calor.

“Ca-ca-camión” sentenció y se preparó para el impacto.

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